219 - Salò o los 120 días de Sodoma -Pasolini- La gran Evasión.

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El semiólogo francés Roland Barthes escribió en su defensa de “Salò o los 120 días de Sodoma”, atacada por los defensores de la moralidad y las buenas costumbres en los años setenta, que es aquella una película “insustituible, fascinante y difícilmente asimilable”. La última obra de Pier Paolo Pasolini entrecruza dos referencias difícilmente homologables, como son la novela del Marqués de Sade “Las 120 jornadas de Sodoma o La Escuela del Libertinaje”(1785), y el acontecimiento histórico de la República de Salò (1943-1945), uno de los episodios más oscuros de la Historia italiana. La transcripción de la obra de Sade es prácticamente literal: todas las aberraciones sádicas aparecen en la película explícitamente, mostradas con una frialdad documental. La desmesura del libertinaje se somete a un juicio riguroso: el juicio implacable del encuadre cinematográfico, en composiciones en gran plano general, con un punto de vista alejado y distante, o con el formato televisivo objetivizador del “busto parlante”, cuando las relatoras toman la palabra para describir toda clase de perversiones “con todo lujo de detalles”, como recuerda el Presidente al comienzo de la primera jornada. Parece que Pasolini hace suya esta premisa sádica: presentar las situaciones “con todo lujo de detalles”. Ahora bien, y aquí está la clave de la adaptación: mientras que en el universo sádico, estas detalladas relaciones (o relatos), están destinadas a excitar la fantasía de los libertinos, Pier Paolo Pasolini no filma las imágenes al estilo del Marqués de Sade, sino como lo hubiera hecho Bertold Brecht. Todo es teatralidad (no en vano, se considera a Sade como precursor del “Teatro de la Crueldad”), todo es artificio, falsedad, tedio; todo es disfraz e impostura en el mundo cerrado sobre sí mismo que es la lujosa villa en la que se recluyen los fascistas con las relatoras, el grupo de adolescentes y los sirvientes. El mundo, así pues, es todo imagen y representación, pues las costumbres, también roles de verdugos y de víctimas, se enseñan, se aprenden, o mejor dicho, se imponen por la fuerza coercitiva del poder. En la película de Pasolini, por tanto, tan prolija en detalles escabrosos mostrados sin ningún tipo de censura (desde violaciones colectivas hasta cropofagia), no hay simbolismo posible. Estas imágenes no representan nada, no remiten a otra cosa; tampoco no hay metáforas, no hay metonimias, no hay juegos de doble sentido. Todo es, literalmente, lo que parece. Tampoco se demuestra nada: simplemente se muestran los hechos en toda su crudeza. De ahí el escándalo que produce. Es esta una película abyecta, pero no en el sentido de “abyección” que criticó Jacques Rivette en su célebre artículo sobre “Kapo” de Gillo Pontecorvo. No. En “Salò” no hay embellecimiento, no hay retórica, no se representa nada de forma estilizada o subrayada. El metraje es obsceno en grado superlativo. Esto es: “ob”, lo que se arroja delante, enfrente, ante nosotros, en la “scena” que vemos con nuestros propios ojos. Como sucede en el chiste de la chica que sorprende a su novio mirando una película pornográfica, no se puede poner el acento en la expresividad de un “travelling” ni en la calidad de la iluminación. En la “imagen-obscena” la desmesura es tal que el contenido devora toda pretensión expresiva o retórica. Ya no se puede no mirar. Pero es que Pasolini va todavía más allá: prescinde de la retórica por completo. El cineasta tan sólo nos autoriza a elaborar una alegoría a partir del “collage” o montaje que consiste en convertir a los libertinos dieciochescos de Sade en fascistas, quienes enseñan a los jóvenes no ya el libertinaje, sino que imponen a estos adolescentes abrazar la maldad en su máxima desmesura. Esa alegoría no es, pues, una premisa, sino un resultado, pues resulta ser una interpretación que debe formular el propio espectador, si es que tiene valor suficiente como para terminar de ver la película completa. Es por ello que, con Barthes, consideramos “Salò” como una obra “insustituible”, a pesar de que la abyección de sus imágenes la hagan también “difícilmente asumible”. Porque la película de Pasolini no es moralista, porque no nos ofrece ningún modelo de conducta a seguir; pero sí es, en cambio, una película ética, porque nos confronta directamente con el extremo de la maldad y la crueldad. Y no nos deja indiferentes. Sólo hay un momento que contraviene todo lo anteriormente dicho. Aquí la luz de la contradicción, tan interesante en la cinematografía de Pasolini: se trata de la escena en la que el muchacho se escapa de la mansión para acostarse con la sirvienta negra. Frente a las tediosas descripciones de las prostitutas y a las lentísimas composiciones del dispositivo sexual sádico, este muchacho huye de la situación cerrada por su propia voluntad, movido por un impulso irracional e ineludible de atracción por lo distinto, escondido en medio de la noche. Ella es, además, el personaje subalterno: una sirvienta de color, frente a la pálida color de la piel de los áureos adolescentes seleccionados por los fascistas. Esta pareja copula apasionada, placentera y frenéticamente en el sótano cuando los camisas negras los sorprenden “in fraganti”. Todo lo contrario de lo que sucede en la mansión. Sin embargo, esto no los vemos, la película no los muestra en el acto sexual. Ahí sí hay velo, sí hay misterio, sí hay erotismo. Porque allí sí hay verdad; frente a la teatralidad tan falsa y refinada de los fascistas. Y eso es algo inadmisible, por eso los fascistas “cosen” a los amantes a tiros sin pestañear. En ese momento el muchacho se ennoblece, porque en vez de convertirse en un “mártir”, como sus compañeros del panópticon erótico, que asumen su función de víctimas y padecen el suplicio con resignación, él asume la muerte y el dolor con valentía, completamente desnudo y con el puño izquierdo en alto, desafiando con el saludo comunista al mismísimo rostro del monstruo fascista. Y cuando cae fusilado, dando el paso decidido hacia la muerte (es este un último gesto de rebeldía, el más radical), se embellece. Pasolini lo filma con la misma frialdad del resto de la película. Pero, hábil director escénico y de actores, Pier Paolo hace caer el cuerpo desnudo lateralmente, con un movimiento ondulado que estira y exhibe todos los músculos del cuerpo, ligero y pesado a un tiempo. Con la misma belleza escultural de un Cristo en una iconografía religiosa de la Piedad. Quién sabe si como el propio Pier Paolo Pasolini, el 1 de noviembre de 1975, en una carretera de la costa ostiense. O como Federico García Lorca, también, el 18 de agosto de 1936, en algún lugar entre Víznar y Alfacar. Manuel Broullón Esta noche nos refugiamos en Radiopolis de la abyección y las más insoportables aberraciones … José Miguel Moreno, Zacarías Cotán, Manuel Broullón, y Raúl Gallego.