54 El laberinto del Minotauro
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Hace mucho, muchísimo tiempo, vivía en Grecia un joven y valiente príncipe llamado Teseo. Su padre era el rey Egeo y gobernaba la hermosa ciudad de Atenas. Un día bajó Teseo al puerto y vio a un grupo de gente llorando. Siete muchachos y siete doncellas eran llevados, con las manos atadas, a bordo de un barco de velas negras. —¿Quién es esa gente que hay en el muelle? —preguntó Teseo a un marinero. —Son los familiares de las catorce víctimas que van a ser sacrificadas. ¿Ves a esos siete muchachos y siete doncellas? Serán enviados a Creta. ¡Pobrecillos, cómo les compadezco! —¿Por qué? ¿Pues qué les sucederá? —¿Pero no lo sabes, chico? ¡Serán ofrecidos como alimento al terrible Minotauro que vive en el laberinto! Teseo había oído hablar del Minotauro, ¡el horrendo monstruo con cuerpo de gigante y cabeza de toro! Poseía unos cuernos temibles y unos dientes enormes, y habitaba en un vasto laberinto en los sótanos del palacio de Creta, devorando a seres humanos. Tan numerosos eran los pasadizos del laberinto, que nadie que penetraba en él conseguía hallar la salida. Teseo regresó apresuradamente al palacio de su padre. —¡Padre! —exclamó—. Acabo de ver a catorce jóvenes atenienses a bordo de un barco que se dirige a Creta. ¿Por qué los enviamos para ser sacrificados a esa terrorífica bestia, el Minotauro? —Porque hace mucho tiempo, hijo mío, hubo una guerra entre Atenas y Creta. Atenas fue derrotada, y desde entonces debemos enviar un tributo a Creta cada siete años, ¡un tributo de sacrificios humanos! Si no enviamos a esos siete jóvenes y siete doncellas para que sean devorados por el Minotauro, el rey de Creta nos volverá a declarar la guerra y muchos de los nuestros morirán. —¿Y no podría alguien dar muerte al Minotauro? —preguntó Teseo. —Nadie ha salido nunca del laberinto con vida. O les mata el Minotauro, o se pierden para siempre en el laberinto. Teseo regresó corriendo al puerto y se acercó al barco de las velas negras, donde aguardaban los muchachos y las doncellas. Sus familiares y amigos seguían sollozando en el muelle. —¡Pueblo de Atenas! —gritó Teseo—. ¡No lloréis, yo iré a Creta para acabar con el Minotauro! Con estas palabras, Teseo subió a bordo y zarpó rumbo a Creta. Tras muchos días de navegación, llegaron a la bella isla de Creta. En lo alto de un risco estaba el magnífico palacio de mármol del rey Minos. Sus soldados condujeron a los jóvenes y las doncellas por el sendero del risco. El interior del palacio estaba todo adornado con oro y plata. Las habitaciones aparecían repletas de finos muebles, y en todas las paredes podían contemplarse escenas de toros y delfines saltarines. En el amplio salón el rey Minos se hallaba sentado en un trono dorado. Tenía una larga barba blanca y llevaba puesta una túnica de seda. —Sólo esperaba a catorce —dijo rudamente— ¿Por qué el rey Egeo me envía a quince? Teseo dio un paso adelante. —Soy el príncipe Teseo, hijo del rey Egeo. He venido para matar al Minotauro y liberar a mi pueblo de esta terrible deuda. —Bravas palabras —dijo el rey con una pérfida sonrisa—. Puesto que estás tan ansioso de encontrarte con nuestro monstruo, tú serás el primero que entrará mañana en el laberinto. En una esquina de la amplia sala estaba la bella princesa Ariadna. Al ver a Teseo, inmediatamente se enamoró de él. «Debo ayudar a este valiente y apuesto joven», pensó. Aquella noche, se dirigió a su habitación sigilosamente. —Príncipe Teseo —murmuró en voz baja—. No puedo ayudarte a matar al Minotauro, pero sí puedo ayudarte a escapar del laberinto. Debes aceptar mi ayuda o morirás. —Lo haré encantado, princesa —contestó Teseo. —Entonces toma esta espada y esta madeja de hilo y escóndelos debajo de tu túnica. Cuando entres en el laberinto, ata el extremo del hilo a la puerta y ve desenrollándolo a medida que avances por los oscuros pasadizos. Es tu única esperanza de hallar la salida una vez que hayas matado al Minotauro. Yo te estaré esperando junto a la puerta. Debes llevarme contigo de regreso a Atenas. Mi padre me matará si descubre que te he ayudado a escapar. —Te llevaré conmigo, princesa —dijo Teseo con ternura—, pues estoy enamorado de ti. Al amanecer del día siguiente, los soldados del rey condujeron a Teseo hasta el laberinto. Cuando la puerta se cerró tras él, quedó sumido en la oscuridad. Sacando la madeja de hilo de debajo de su túnica, Teseo ató uno de sus cabos a la puerta. Palpó los elevados muros que tenía a ambos lados y, muy despacio, descendió por el angosto camino, desenrollando el hilo a medida que avanzaba. Más adelante vio un poco de luz filtrándose por el suelo del palacio, y pudo ver miles de calaveras y huesos desparramados por el suelo. De pronto oyó un terrible rugido que resonaba por los pasadizos. El espantoso sonido se aproximaba más y más, y Teseo percibió la fuerte pisada del gigante que se acercaba. Inesperadamente, la bestia se abalanzó sobre él, bramando y rugiendo, pero el príncipe se apartó de un salto, asiéndose a la roca. La bestia volvió a abalanzarse sobre él, y esta vez Teseo le asestó un violento puñetazo en el pecho. El Minotauro cayó hacia atrás, aturdido, y Teseo le agarró por sus inmensos y afilados cuernos, inmovilizándole. El Minotauro soltó de nuevo un rugido y rechinó sus enormes dientes. Teseo sacó rápidamente su espada y la hundió tres veces en el corazón del Minotauro. La bestia rugió una vez más… y luego se quedó inmóvil. En la oscuridad, Teseo buscó el ovillo de hilo que se había caído. Cuando lo halló, fue siguiendo con las manos el rastro del hilo a través de los oscuros y sinuosos corredores del laberinto. Al fin alcanzó la puerta donde se hallaba Ariadna. Al ver a Teseo manchado de sangre, corrió hacia él y le abrazó apasionadamente. —Debemos apresurarnos —dijo la joven, muy excitada—, o nos descubrirán los guardias de mi padre. Ariadna condujo a Teseo a donde se hallaba anclado el barco. Allí, esperándoles, estaban los siete muchachos y las siete doncellas. Cuando salió el sol, pusieron rumbo a Atenas.