33 El lobo y los cabritillos
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Había una vez, una mamá cabra que vivía en una casita del bosque con seis cabritillos. Los pequeñines vivían muy felices, protegidos por su madre de todo peligro. Cierta mañana, la cabra decidió salir al bosque en busca de comida para sus pequeños pero antes de partir les advirtió: “Mis queridos hijos, no deben abrirle la puerta a nadie hasta que yo regrese. El lobo malo anda suelto por el bosque y seguro vendrá a devoraros mientras yo no esté”. “No te preocupes mamá. Tendremos mucho cuidado”, prometieron los cabritillos viendo alejarse a su madre por el bosque. Unas horas después, mientras los pequeñines saltaban y jugaban dentro de la casita, oyeron unos golpes secos en la puerta. “Hijitos míos, soy vuestra madre y he regresado. Por favor, abridme”. Pero los cabritillos no se dejaron engañar, pues supieron por la voz que se trataba del lobo malo. “No abriremos la puerta. Sabemos que no eres nuestra madre”, gritaron los cabritillos con todas sus fuerzas. El lobo, enfurecido, salió a toda velocidad hacia su cueva y devoró una docena de huevos para aclararse la voz. Al llegar nuevamente a la casita de mamá cabra, toco suavemente la puerta y dijo con mucho cuidado: “Hijos míos, soy vuestra madre y os he traído un regalo. Abridme, por favor”. Engañados por la voz suave y melodiosa del lobo, los cabritillos decidieron mirar por debajo de la puerta y fue entonces cuando pudieron ver las patas negras y gordas del lobo. “No te abriremos porque no eres nuestra madre”, gritaron los pequeñines con temor. Sin embargo, el lobo no se rindió, y partió hacia su cueva nuevamente para pintarse las patas con harina blanca. Por segunda vez, arribó la bestia a la casita donde vivían los cabritillos. “Abridme la puerta mis queridos hijos. Mamá cabra ha llegado”, dijo el lobo malo con una voz suave. Al mirar por debajo de la puerta, los pequeñines pudieron ver unas patas blancas como las de su mamá, y fue entonces cuando el lobo logró entrar a la casita. Muertos de miedo, los pequeños cabritos se pusieron a correr por todo el lugar, pero el lobo era mucho más rápido y logró capturar al cabrito que se había escondido en la estufa, al que se refugió debajo de la cama, al que quedó colgado del techo, al que se ocultó detrás del piano y finalmente, al que se había metido debajo de la alfombra. Uno por uno, la bestia feroz devoró a los cinco cabritillos, sin darse cuenta que uno de los pequeñines se había quedado escondido en el armario. Repleto y cansado, el lobo decidió abandonar la casita para irse a dormir a la sombra de un árbol. Tiempo después, mamá cabra llegó por fin a la casita con la esperanza de ver a sus hijos, pero cuál fue su sorpresa cuando descubrió que solamente uno de los cabritillos se encontraba en el lugar. Asustada y nerviosa, mamá cabra abrazó a su pequeñín mientras este le contaba cómo el lobo malo había devorado a sus hermanos. Sin tiempo que perder, la madre salió en busca del lobo feroz, y tal cómo había imaginado lo encontró tendido a los pies de un árbol, roncando y durmiendo profundamente con la panza hinchada de tanto comer. Con gran valor, mamá cabra regresó a casa en busca de hilo, agujas y una tijera, para abrirle la panza al lobo malo y rescatar a sus hijitos. Tan pronto cómo abrió la panza, uno de los cabritillos asomó la cabeza, luego otro, y otro, y otro, hasta que los seis pequeñines se encontraron a salvo bajo el amparo de su madre. Seguidamente, la cabra le indicó a sus hijos que buscaran todas las piedras en los alrededores, y cuando tuvieron una pila enorme, rellenaron la panza del lobo hasta dejarla bien inflada. Con mucho cuidado, mamá cabra cosió al lobo y se marchó con sus cabritillos rápidamente hacia casa. Cuando la bestia mala despertó, sintió un peso enorme en su estómago, así que se dirigió al río para tomar agua. Como las piedras pesaban mucho, el lobo quedó atrapado en el fondo del río sin poder salvarse, mientras la madre cabra y los cabritillos festejaban a salvo en su casita del bosque.