15 El gigante egoísta

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Érase una vez un lugar en el cual los niños, al salir de la escuela, acudían cada tarde a jugar al jardín que poseía en su castillo un extraño hombre al que apodaban Gigante, y que hacía mucho tiempo no habitaba por allí. ¡Era un jardín tan hermoso! Se encontraba enteramente cubierto de hierba fresca, frutas de temporada y flores tan coloridas y brillantes como las estrellas más lucientes del cielo. Anidaban en sus árboles también los pájaros, que tendían a entonar bellísimas canciones que a los niños les encantaba escuchar. ¡Qué felices eran los niños en aquel lugar! Hasta que un día el Gigante, que había ido a visitar a su amigo el Ogro de Cornualles, decidió regresar a su hogar: – ¡Qué hacéis en mi jardín, desdichados! ¡Sólo yo lo piso y juego en él!- Exclamó enfurecido el Gigante, que a partir de entonces, decidió levantar un muro en torno al castillo y un cartel a las puertas de la entrada al mismo, que amenazaba con represalias a todo aquel que se decidiese a penetrar en él. – ¡Qué Gigante tan egoísta! ¡Éramos tan felices allí…! – Se decían los niños, muy apenados tras el suceso, puesto que desde entonces no disponían de ningún lugar adecuado y sin peligros en el que poder jugar. Pasado un tiempo, cuando de nuevo llegó la primavera, toda la comarca se llenó de capullos y flores espléndidas. Toda, salvo el jardín del Gigante que parecía haberse detenido en el frío y crudo invierno. Las flores, los pájaros… Todos habían abandonado el jardín del Gigante egoísta entristecidos por la ausencia de los niños. – ¡La primavera se ha olvidado de este jardín! – Gritaron ufanos la nieve y el hielo, decididos a invitar también al viento del norte en su gris paraíso. Este aceptó, y celebró su llegada tumbando con su fiereza las chimeneas que se alzaban humeantes a su alrededor, e invitando también al granizo que al igual que él aceptó, derrumbando con su llegada y sus terribles golpes, fachadas de casas y cobertizos. – ¡Cómo puede tardar tanto en llegar la primavera! – Exclamaba el Gigante aterido de frío. Y la primavera finalmente no llegó, ni lo hizo el verano, y siempre parecía invierno en el jardín del Gigante. Una mañana, echado en su cama, el Gigante percibió una música que le resultó bellísima. Se trataba de un humilde jilguero que cantaba posado sobre el alféizar de su ventana. Hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba el canto de un pajarillo, que el de éste le pareció el sonido más maravilloso que podía existir. De pronto, la nieve, el granizo, el viento y el hielo, dejaron de azotar su jardín y un delicioso perfume se adentró en su cuarto desde del exterior. – ¡Creo que por fin ha llegado la primavera! – Exclamó dichoso el Gigante. Al asomarse a la ventana, pudo observar a los mismos niños que un día había echado de su jardín. Los pequeños, que habían aprovechado una grieta abierta en el muro para volver a entrar, se encontraban allí jugando y riendo sentados sobre las ramas de los árboles, colmándolas de dicha. Los pájaros revoloteaban y las flores reían irguiendo sus cabezas sobre el césped para verles mejor. Sólo en un rincón del jardín continuaba siendo invierno. En él, se encontraba un niño muy pequeño, tanto, que no podía alcanzar las ramas de los árboles como los otros niños, y daba vueltas llorando asustado sobre sí mismo. – ¡Sube pequeño! – Le gritaba el árbol situado en aquel rincón, tendiéndole como podía sus ramas llenas de escarcha. El corazón del Gigante se enterneció al contemplar desde su ventana aquella escena, y se lamentó con amargura. – ¡Qué egoísta he sido! Ya sé al fin, porqué la primavera no quiso venir a mi jardín. Y tras aquellas palabras se propuso colocar al pequeño niño sobre la copa del árbol, derrumbar el muro que cercaba el jardín, y convertirlo tras esto, en el más maravillo lugar de recreo que los niños pudieran tener por siempre jamás. Pero al salir al jardín para cumplir sus cometidos, los niños se asustaron tanto que corrieron despavoridos huyendo de los árboles y del jardín, y trayendo con su fuga de nuevo el invierno. Sin embargo, un niño permaneció allí quieto sobre el jardín. Se trataba del pequeño situado en el rincón al cual no había llegado la primavera. El niño tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no había podido ver al Gigante, y éste lo cogió cariñosamente con sus manos, depositándole sobre el árbol al que no conseguía llegar. Tras ello, los pájaros acudieron y el pequeño envolvió el grueso cuello del gigante con sus tiernos bracitos, y le regaló un beso. Los demás niños, que habían permanecido tras el muro observándolo todo, comprendieron que el Gigante ya no era malo ni egoísta y volvió con ellos y para siempre la primavera. – ¡Desde ahora este es vuestro jardín! – Y el Gigante derrumbó el muro con un hacha. Todo el pueblo pudo contemplar desde entonces la belleza y la felicidad reinante en aquel lugar al pasar frente al castillo. Los niños fueron felices y tuvieron un sitio seguro en el que jugar el resto de sus vidas. – Tengo muchas flores hermosas, pero los niños son las flores más bellas – Dijo el Gigante conmovido por la felicidad de aquellos días. Sin embargo, la dicha del Gigante no era completa, ya que el pequeño niño que le había ayudado a despertar de su egoísmo no había vuelto al jardín desde aquel día. Y el Gigante envejeció con la pena de no volver a ver al pequeño corretear por su jardín. Ya cansado y débil, observaba una tarde de invierno desde una ventana jugar a los niños sobre el florido y fresco césped, cuando de pronto observó que en un rincón del jardín había florecido milagrosamente la primavera. Ante él, apareció aquel pequeño niño que tanto tiempo había esperado, con el mismo aspecto y rostro tierno de entonces, pero con unas extrañas señales de clavos sobre sus pies y manos. El niño, que observó el rostro preocupado del Gigante al verle, le dijo: – No te preocupes por nada. Vengo a devolverte el regalo que me hiciste aquel día en tu jardín florido, y hoy quiero acompañarte al mío en el Paraíso – Exclamó el pequeño, dando al Gigante un beso en la frente tan tierno o más como el de aquel día. Aquella misma tarde encontraron al Gigante inerte, muerto, que sin embargo parecía dormir plácidamente y feliz tendido bajo el árbol florido, todo cubierto de capullos blancos…