31. El traje nuevo del Emperador

Cuentos encantados - Un pódcast de Cartas Encantadas

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Un increíble cuento en el que no todo es lo que parece... Hace muchos, muchos años había un Emperador muy presumido, que se gastaba todo el dinero que tenía en comprarse trajes nuevos. No se interesaba por sus soldados ni por el teatro, ni le gustaba salir de paseo por el campo, a no ser que fuera para lucir sus trajes nuevos. Tenía un traje distinto para cada hora del día, y de e´l siempre se decía: “El Emperador está en el vestuario”. La ciudad en que vivía el Emperador era muy alegre. Todos los días llegaban a ella muchísimos extranjeros, y una vez se presentaron dos ladronzuelos que se hacían pasar por tejedores, asegurando que sabían tejer las más maravillosas telas. No solamente decían que los colores y los dibujos eran hermosísimos, sino que sus trajes y vestidos tenían la milagrosa virtud de ser invisibles a todos los que no fueran aptos para su cargo o que fueran irremediablemente estúpidos. -¡Deben ser vestidos magníficos! -pensó el Emperador-. Si los tuviese, podría averiguar qué trabajadores del reino no son válidos para el cargo que ocupan. Podría distinguir entre los inteligentes y los tontos. Y así, mandó abonar a los dos ladrones un buen adelanto del dinero, para que pusieran manos a la obra cuanto antes. Ellos montaron un telar y simularon que trabajaban; pero no tenían nada en la máquina. A pesar de ello, se hicieron suministrar las sedas más finas y el oro de mejor calidad, mientras seguían haciendo como que trabajaban en los telares vacíos hasta muy entrada la noche. «Me gustaría saber si avanzan con la tela»-, pensó el Emperador. Pero había una cuestión que lo tenía un tanto preocupado, y era que un hombre que fuera estúpido o inepto para su cargo no podría ver lo que estaban tejiendo. No es que temiera por sí mismo; sobre este punto estaba tranquilo; pero, por si acaso, prefería enviar primero a otro, para cerciorarse de cómo andaban las cosas. Todos los habitantes de la ciudad estaban informados de la particular virtud de aquella tela, y todos estaban impacientes por ver hasta qué punto su vecino era estúpido o incapaz. «Enviaré a mi viejo ministro a que visite a los tejedores -pensó el Emperador-. Es un hombre honrado y el más indicado para juzgar de las cualidades de la tela, pues tiene talento, y no hay quien desempeñe el cargo como él». El viejo ministro se presentó, pues, en la sala ocupada por los dos embaucadores, los cuales seguían trabajando en los telares vacíos. «¡Dios nos ampare! -pensó el ministro para sus adentros, abriendo unos ojos como naranjas-. ¡Pero si no veo nada!». Sin embargo, decidió no decir nada Los dos fulleros le rogaron que se acercase y le preguntaron si no encontraba magníficos el color y el dibujo. Le señalaban el telar vacío, y el pobre hombre seguía con los ojos como platos, pero sin ver nada, puesto que no había nada. «¡Dios santo! -pensó-. ¿Seré tonto acaso? Jamás lo hubiera creído, y nadie tiene que saberlo. ¿Es posible que sea inútil para el cargo? No, desde luego no puedo decir que no he visto la tela». -¿Qué? ¿Os gusta el tejido? -preguntó uno de los tejedores. -¡Oh, precioso, maravilloso! -respondió el viejo ministro mirando a través de los lentes-. ¡Qué dibujo y qué colores! Desde luego, diré al Emperador que me ha parecido maravilloso! -Nos da una alegría -respondieron los dos tejedores. Los estafadores pidieron entonces más dinero, seda y oro, ya que lo necesitaban para seguir tejiendo. Todo fue a parar a sus bolsillos, pues nada se empleó en el telar, y ellos continuaron, como antes, trabajando en las máquinas vacías. Poco después el Emperador envió a otro funcionario de su confianza a inspeccionar el estado de la tela e informarse de si quedaría pronto lista. Al segundo le ocurrió lo que al primero; miró y miró, pero como en el telar no había nada, nada pudo ver. -¿Verdad que es una tela bonita? -preguntaron los dos tramposos, señalando el precioso dibujo que no existía. «Yo no soy tonto -pensó el hombre-, y el empleo que tengo no lo suelto. Es preciso que nadie se dé cuenta». Y se deshizo en alabanzas de la tela que no veía. -¡Es digno de admiración! -Le dijo al Emperador. Todos los habitantes del reino hablaban de la magnífica tela, tanto, que el Emperador quiso verla con sus propios ojos antes de que la sacasen del telar. Seguido de una multitud de personajes escogidos, entre los cuales se encontraban los dos hombres de su confianza, se encaminó a la casa donde paraban los pícaros, los cuales continuaban tejiendo con todas sus fuerzas, aunque sin hebras ni hilados. -¿Verdad que es admirable? -preguntaron los dos ladrones-. Fíjese Emperador, en estos colores y estos dibujos -y señalaban el telar vacío, creyendo que los demás veían la tela. «¡Cómo! -pensó el Emperador-. ¡Yo no veo nada! ¡Esto es terrible! ¿Seré tan tonto? ¿Acaso no sirvo para emperador? Sería espantoso». -¡Oh, sí, es muy bonita! -dijo-. Me encanta-. Y con un gesto de agrado miraba el telar vacío; no quería confesar que no veía nada. Todos los componentes de su séquito miraban y remiraban, y exclamaban, como el Emperador: -¡oh, qué bonito!-, y le aconsejaron que estrenase los vestidos confeccionados con aquella tela en la procesión que debía celebrarse próximamente. -¡Es preciosa, elegantísima, estupenda!- corría de boca en boca, y todo el mundo parecía entusiasmado con ella. El Emperador concedió una condecoración a cada uno de los dos bribones para que se las prendieran en el ojal, y los nombró tejedores imperiales. Durante toda la noche que precedió al día de la fiesta, los dos ladrones estuvieron levantados, con dieciséis lámparas encendidas, para que la gente viese que trabajaban activamente en la confección de los nuevos vestidos del Soberano. Simularon quitar la tela del telar, cortarla con grandes tijeras y coserla con agujas sin hebra; finalmente, dijeron: -¡Por fin, el traje está listo! Llegó el Emperador en compañía de sus caballeros principales, y los dos truhanes, levantando los brazos como si sostuviesen algo, dijeron: -Esto son los pantalones. Ahí está la casaca. -Aquí tienen el manto… Las prendas son muy ligeras, parece que no haya nada sobre el cuerpo, pero precisamente esto es lo bueno de la tela. -¡Sí! -asintieron todos los cortesanos, a pesar de que no veían nada, pues nada había. -¿Quiere dignarse el Emperador a quitarse el traje que lleva -dijeron los dos bribones- para que podamos vestirle el nuevo delante del espejo? El Emperador se quitó sus prendas, y los dos simularon ponerle las diversas piezas del vestido nuevo, que pretendían haber terminado poco antes. Y cogiendo al Emperador por la cintura, hicieron como si le atasen algo, y el Monarca se quedço frente al espejo. -¡Oh y qué bien le sienta! -exclamaban todos-. ¡Vaya dibujo y vaya colores! ¡Es un traje precioso! -Le están esperando en la calle – anunció el maestro de Ceremonias. -Muy bien, estoy a punto -dijo el Emperador-. ¿Verdad que me sienta bien? – y se giró una vez más de cara al espejo, para que todos creyeran que veía el vestido. -¡Qué preciosos son los vestidos nuevos del Emperador! ¡Qué magnífica cola! ¡Qué hermoso es todo! Nadie permitía que los demás se diesen cuenta de que nada veía, para no ser tenido por incapaz en su cargo o por estúpido. Ningún traje del Monarca había tenido tanto éxito como aquél. -¡Pero si va desnudo! -exclamó de pronto un niño -El Emperador no lleva nada! -¡Pero si no lleva nada! -gritó, al fin, el pueblo entero. Aquello inquietó al Emperador, pues en realidad pensaba que el pueblo tenía razón; pero pensó: «Hay que aguantar hasta el fin». Y siguió más altivo que antes; y sus ayudantes continuaron sosteniendo la inexistente cola. Y colorín, colorado, este cuento encantado se ha acabado.